-Padre, estoy muy contento de estar en la cárcel...
Lo miré casi con compasión, pensando que aquellas palabras eran solo un desahogo o una reacción psicológica al sufrimiento. No pude pensar otra cosa, porque el preso de aquella cárcel de la ciudad de México continuó:
-Sabe, yo era un hombre de mundo. No me faltaba nada: dinero, mujeres, diversiones, placeres... Me la pasaba bien, me la gozaba... Pero aquí, en la cárcel, encontré una felicidad distinta. Todo terminó y todo comenzó... Después de que todo se me resquebrajó entre las manos... Cuando me encontré solo y desesperado entre estos muros, comprendí que nada hay seguro en esta vida, que nada logra hacer feliz a un hombre... y caí de rodillas, arrojándome, por primera vez en mi vida, en las manos de Dios... Aquí me di cuenta, Padre, sin que nadie me lo dijera, que Dios existe, que está aquí, que Él me quiere y me ama, que es imposible vivir sin Él...
Vi su rostro lleno de felicidad.
-Padre, ahora soy feliz... Feliz porque encontré la dicha que nadie podrá jamás quitarme: DIOS.
©Un minuto para ti - Felipe Hernández Franco
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